mardi 20 avril 2010

La insólita...

Debían ser las siete de la mañana, cuando mi hermana, asustada, interrumpió el sueño de mi abuela y mío. "¡Hay unos hombres en el balcón!", Gritaba. La casa entera se levantó y se convulsionó entre el susto, el barullo, las prisas. Al cabo de un rato de conversaciones de los mayores con los hombres aquellos supimos que estaban poniendo flores de plástico. Nuestra calle, por obra y gracia del cine, de repente se había convertido en un rincón andaluz, y de la provincia de Madrid nos habíamos trasladado a Ronda. Hubo sus más y sus menos con los operarios porque la molestia y el susto fueron grandes, pero al final los mayores dejaron estar las flores de atrezzo, que yo toqueteaba disimuladamente cada vez que tenía la ocasión e incluso arranqué con alevosía alguna hoja. Era a finales de los setenta y veraneábamos en una enorme casa alquilada de un modesto pueblo cercano a la capital. Françoise Hardy, "Tous les garçons et les filles de mon âge", Bach y Petula Clark, sonaban en el tocadiscos aquellos días, como legado de nuestra madre, ya ausente, que se bebía la movida de Madrid y había olvidado nuestros cumpleaños.

Y comenzó la expectación del verano, el rodaje. Yo no acababa de entender muy bien qué era aquello de un rodaje. Mi mundo se reducía a huir de la Felisa, aquella repugnante vecina vieja barbuda que, cada vez que me veía, intentaba achucharme, apretujarme y darme un beso en la mejilla no dejándose vencer ante mi contrariedad y permanente rechazo, perderme en las rodillas de la telefonista, aquella chica adorable que me dejaba poner todas las clavijas en aquellos muros infinitos de conexiones, subirme a la higuera después de atravesar con miedo el pasadizo que daba a la pocilga, donde unos cerdos orondos y malolientes parecían dispuestos a devorarme, y jugar en la calle con Josito a cazar moscas con un sacapuntas, apretarles el abdomen y averiguar si eran machos o hembras. Pronto, aquel mundo mínimo se vió invadido por los geranios rojos de plástico y una excitación y expectación constante entre todos los habitantes de aquel pueblo perdido, donde, aunque pasaban muchas cosas, nunca ocurría nada.

Nos pasábamos el día corriendo de un lado a otro para ver donde tenía lugar la acción. En los escalones de la casa de la esquina a nuestra calle, unas señoritas vestidas de vedettes, con todas las plumas y lentejuelas y mostrando - con sus bikinis mínimos- bastante más de lo que estábamos acostumbrados a ver, excitaban a los hombres, que se agolpaban como zombies para observar con mirada dura y boca entreabierta las posturas que ellas, en la sesión fotográfica desplegaban en un alarde de seducción. La indignación de las mujeres, de decente rebeca gastada, piel curtida y glamour de misa se hacía sentir en corrillos en forma de agrios comentarios en los que todo el vocabulario pío se transformaba en expresiones de contundencia vulgar. Fue entonces cuando aprendí el verdadero y genuino significado de la palabra "zorra". Me costó entenderlo porque no se molestaban en explicármelo, sino que tenía yo que averiguarlo por sus tonos crispados y su actitud cortada y arrepentida cuando se daban cuenta de que yo, un angelito aún sin corromper por la vida, estaba escuchando semejantes barbaridades.

Frente a la crispación de las mujeres del pueblo que se arrebujaban en sus rebecas de impotencia, las vedettes eran todo sonrisas y glamour. Me sonreían cuando las observaba fíjamente y una de ellas, tras una sesión de fotos, me sentó a su lado y me preguntó mi nombre. Yo estaba visiblemente impresionada ante el despliegue de plumas, belleza, maquillaje y accesorios y no supe responder más que con un intenso rubor. Aquellas fotos acabaron siendo las absolutas protagonistas de unos inmensos carteles que anunciaban un espectáculo de vedettes y que formaban parte del decorado exterior de la película. Y así, con todo el pueblo convertido en Ronda, y los lugareños hipnotizados e indignados a partes iguales, se sucedieron los días de rodaje. La película se titulaba "La Insólita...", título que yo aprendí pronto pero que no acababa de comprender bien por su extraordinaria abstracción. Pronto, en retazos de conversaciones robadas a las que me aproximaba con sigilo, supe que, en realidad, aquel título era mucho más largo.

"La insólita y gloriosa historia del Cipote de Archidona".

Bien, éste título explicaba algo, pero seguía sin saber que era "cipote". Lo de Archidona me lo explicaron pronto, pero la otra palabra, que parecía ser la clave del asunto, nadie se atrevía a explicarme qué era. Así pues, en la inopia, asistí a las escenas de rodaje exterior, no demasiado estimulantes, como cuando el director ordenó a un actor y una actriz - vigilados de cerca por medio pueblo- que cuando entrasen en la casa no cerrasen la verja con cuidado, sino que la dejasen a su propia inercia, y ante el incumplimiento reiterado de la orden -por olvido del actor protagonista- repitieron la escena así como diez veces mientras el enfado del responsable iba en aumento. El estress de los actores ante los gritos del director y la mirada reprobatoria de toda la comunidad que en silencio asistía era un espectáculo en sí mismo, lo cual añadía emoción. Para entonces ya me habían aleccionado de que los actores eran gente de mal vivir y que aquellas actrices eran terriblemente pecaminosas -en realidad me dijeron que eran todas unas "guarras" porque el vocabulario del pueblo en cuestión era amplio en la definición del término y no sólo se circunscribía al "zorra", que hubiera quedado pobre dada la magnitud del evento-. Debido a ello, la rubia aquella de pelo liso e inocente aspecto en sus vaqueros setenteros me producía cierta turbación por los oscuros secretos que pudiera esconder.

Para la escena final hubo una gran expectación porque se realizó en la plaza del pueblo y tuvieron que hacer unos grandes preparativos de atrezzo. Era de noche y esperamos bastante tiempo antes de disfrutar de aquellos momentos mágicos que para siempre quedarían grabados en mi retina. Se parecía al cine de verano, que ponían en la plaza del pueblo por las noches y que disfrutábamos sentadas en el suelo soportando estoícamente la mala imagen, el pésimo sonido y los problemas cada vez que cambiaban el rollo. Habían colocado el cartel luminoso de "Hotel " en un edificio, farolillos de papel de verbena, iluminado la plaza con enormes focos y traído una grúa para la cámara que excitaba nuestra curiosidad.

La acción, ante el inmenso regocijo del los presentes y las risas gamberras, consistió en algo bastante sencillo: Desde el último piso del hotel un actor con una gran palangana llena gritaba "!Leche va!", y la palangana repleta de leche le caía en la cabeza al sereno, que pasaba por allí.

Y risas, y más risas. Era francamente divertido ver aquello, sí, debía serlo por el inmenso jolgorio que acusaba aquello en la población. Yo también me reí mucho. Sí, es francamente divertido que desde lo alto del hotel se riegue a un sereno con una palangana de leche.

De esa otra leche. Porque años después supe que la leche en cuestión, que en realidad -y si no hay veraces informaciones en contra- era de vaca al ser atrezzo, se suponía en el guión que era otro tipo de leche, no precisamente láctea. Una con bichitos, procedente del famoso cipote, el de Archidona.

En esos momentos históricos únicos de encantamiento colectivo en el que la leche caía una y otra vez sobre el sereno en repeticiones de escenas, y después de haber tenido el glorioso honor de asistir parcialmente al rodaje de una de las películas mas casposas de la historia en la que aparece el honorable Camilo José Cela declamando unos sublimes versos, fue cuando posiblemente accedí a mi condición de friki y quedé marcada para toda la vida.

La suerte estaba echada, una no puede ser testigo de un acontecimiento así y quedar indemne.

http://www.youtube.com/watch?v=y50ArUyLptg

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